Hay mucha gente, incluso amigos, que me miran algo asombrados por ser capaz de observar durante un tiempo prolongado las estatuas de las plazas que nadie mira.
Me gusta darme vueltas a su alrededor y observarlas en diferentes ángulos, perecer en el limbo durante varios minutos escalando con los ojos cada centímetro de sus rincones.
Explorar el bronce desgastado, el hormigón o la masilla amalgamada.
Ordenar el tiempo que ha pasado.
El relieve del contorno.
Imaginarme durante ese rato que yo soy el escultor y buscar la razón de por qué esa figura es así.
Pensar qué pensaría el artista.
Pensar en si aquel individuo imagina que apenas nadie percibe su obra.
Pensar en si el virtuoso entiende que el monumento, con o sin su pesar, cobra vida a escondidas cuando nadie le mira, sobre todo si llueve y hay poca luz, cuando la noche apenas embriaga con un suave murmullo de penumbra y silencio.
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