lunes, 6 de febrero de 2012


Como cada minuto que se funde, como si mil tiempos depués aún cupiera la posibilidad de retroceder.

Pretendemos eludir el desastre de vivir sin luz, y no hay remedio que te salve de que el sol se apague y la luna brille bajo la manta.
Es como debatirse ante uno mismo y forcejear mano a mano, entre la expresión rutinaria y el canturreo anquilosado.
Me llamo Hércules, o Blancanieves, o "l'home del sac"... y lo único que consigo día a día, es destruir la vergüenza de saberme débil y asumirme. Éso es la luz.

Pero la luz se apaga.

Cierro los ojos.

Entonces lo veo.


La propia tormenta, ésa impulsiva que acontece diariamente, es la misma que nos hace fluir y sentir vivos. Es mi preludio al mañana, mi prólogo en el alba, la introducción de mi novela, o la cuchara en paro ante la hambruna y el subsidio... éso es la pobreza.

Desenmaraño el intento de síntesis de mi vergüenza, de un mundo apalabrado, falto de actos, falto de tactos. Y el llanto y la llantina de los niños misioneros, y los peleles de la izquierda y los baldragas del azul-moroso, y todo junto y revuelto y torcido y crispado y demagogo y mentiroso y... y... y...

Y la propia tormenta otra vez, en las calles de Homs, en las de Banyas, en las de Latakia. Bombas del diablo, sonidos, ecos, ruidos, gritos que aplastan el tímpano de un cordero refugiado, de un soldado veinteañero, de un nadie que se ha ido.

Y luego está la guerra, señores, la guerra.

D.