Una
mesa exactamente cuadrada. Cuatro ángulos rectos contrapuestos,
esquineros, bordeantes. Una madera medio ajada, barniz añejo,
marrones isobaras bailando entre sí que dibujan el árbol talado, y
señalan la bruma que una vez fue húmeda y taciturna.
Luego
brinda el intermitente esplendor de la vela mal encendida, lumbre de
todos, como un foco que señala el adormecer de mis pestaña y lo que
un día una niña me susurró.
Y
dudar...
La
duda que todo lo acompaña.
La
duda que no sabe si es duda o es angustia. De vivir, de morir, el
vacilar con el lápiz en la mano. El saberte muerta, allá, muy
lejos.
El
paciente, no siempre tan paciente, casi nunca paciente, quiere una
respuesta. Y qué le voy a decir yo... de la vida, de la muerte.
En
el estudio hallo mis libros y libretas amontonados, resumen un sinfín
de literatos científicos, personitas vivas, muertas... que dedicaron
su vida al estudio, a la observación, al diagnóstico. Ellas también
dudaron.
Qué
duda tan humana dormir abrazada a tu lado y no saber si te quiero o
si te amo.
Y
echarte de menos maldita sea. Simplemente.
No
sé muy bien lo qué eran tus ojos vidriosos de los últimos
atardeceres. Me sientos incapaz de entenderlo. Lánguido tu cuerpo,
pluma en su peso, indecente final de una gran señora, final de una
gran sonrisa que se apagara en un suspiro.
Fuera
en una velada invernal, un viernes, para no molestar.
Siempre
discreta, sin darle demasiada importancia ni a tu propia muerte,
dejando paso al despedirse de cada uno, paciente hasta en el últimos
segundo de un reloj que no quería parar, como si esperases el
permiso de alguien o de algo.
Tez
del alba marchita, semblante serio, canosa en su aura, huesudas sus
manos frías que lindas y jocosas cincelaban el esmalte en otro
tiempo.
No
he sabido aún despedirme.
No
quiero despedirme.
Nos
vemos.
D.
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