domingo, 29 de diciembre de 2013

Beli.


Una mesa exactamente cuadrada. Cuatro ángulos rectos contrapuestos, esquineros, bordeantes. Una madera medio ajada, barniz añejo, marrones isobaras bailando entre sí que dibujan el árbol talado, y señalan la bruma que una vez fue húmeda y taciturna.
Luego brinda el intermitente esplendor de la vela mal encendida, lumbre de todos, como un foco que señala el adormecer de mis pestaña y lo que un día una niña me susurró.
Y dudar...
La duda que todo lo acompaña.
La duda que no sabe si es duda o es angustia. De vivir, de morir, el vacilar con el lápiz en la mano. El saberte muerta, allá, muy lejos.

El paciente, no siempre tan paciente, casi nunca paciente, quiere una respuesta. Y qué le voy a decir yo... de la vida, de la muerte.
En el estudio hallo mis libros y libretas amontonados, resumen un sinfín de literatos científicos, personitas vivas, muertas... que dedicaron su vida al estudio, a la observación, al diagnóstico. Ellas también dudaron.
Qué duda tan humana dormir abrazada a tu lado y no saber si te quiero o si te amo.

Y echarte de menos maldita sea. Simplemente.
No sé muy bien lo qué eran tus ojos vidriosos de los últimos atardeceres. Me sientos incapaz de entenderlo. Lánguido tu cuerpo, pluma en su peso, indecente final de una gran señora, final de una gran sonrisa que se apagara en un suspiro.
Fuera en una velada invernal, un viernes, para no molestar.
Siempre discreta, sin darle demasiada importancia ni a tu propia muerte, dejando paso al despedirse de cada uno, paciente hasta en el últimos segundo de un reloj que no quería parar, como si esperases el permiso de alguien o de algo.
Tez del alba marchita, semblante serio, canosa en su aura, huesudas sus manos frías que lindas y jocosas cincelaban el esmalte en otro tiempo.

No he sabido aún despedirme.
No quiero despedirme.
Nos vemos.

D.